Carlos Duguech - Analista internacional
No podía desaprovechar la oportunidad de conocer de cerca a un joven de Estados Unidos que a los 19 años, luego de egresar de la escuela, eligió entre continuar como empleado en McDonald’s o incorporarse como soldado raso al ejército. Él sabía que iba a ser durante un corto tiempo, aunque no estaba tan seguro de que llegaran a destinarlo al exterior, en algunos de los frentes de guerra donde participaba su país.
“Para aprender disciplina y mejorar con ello en lo personal”, fue la inmediata respuesta de Michael Wilder III, oriundo de Virginia, Estados Unidos, cuando le pregunté por las motivaciones que lo llevaron a enrolarse a tan temprana edad. Hoy tiene 28 años.
A pesar de algunos consejos familiares en contra, se sometió a los procesos de entrenamiento de dos períodos de cuatro meses (disciplina militar y manejo de armas) para convertirse en soldado de infantería. Claro, en su entorno sabían que era una sección del ejército más ligada a los frentes de batalla que las otras armas. Fue destinado, en el inicio del aprendizaje, a una base en Georgia, en el sur de EEUU. ¿Pensaría en ese entonces que podía participar de acciones del ejército fuera de su país? Se lo pregunté, directamente.
- “No tenía idea de que podía ser destinado a un país como Afganistán. Sí sabía que, en algún momento, me enviarían a un frente en el extranjero. Para eso me habían preparado”.
Fue destinado a ese teatro bélico, territorio de casi cuatro décadas en guerra, con tantos intervencionismos militares, entre ellos el de la extinguida URSS, que por decisión sorpresiva del carismático Gorbachov inició la retirada de sus tropas en 1988, aunque no fue un factor de pacificación. Siguen las balas segando vidas en lo que se nos muestra como una guerra interna que no puede disimular el protagonismo de los de afuera, cada uno a su turno.
Desde un país como Argentina, que no está inmerso en atmósfera bélica a pesar de las turbulencias sociales y políticas, uno no termina de imaginar cómo es convivir con la guerra. Salvo esa experiencia de abril de 1982, cuando vivimos desde el continente, en tiempos de una sangrienta dictadura militar, aquella contienda en la que jóvenes argentinos se debatían entre el frío y la metralla, intentando recuperar las islas Malvinas hasta que aconteció nuestra rendición, doblegados por la task force de Gran Bretaña.
Una respuesta insistente
- “Sí, absolutamente”.
Esa fue la respuesta sin fisura. La pregunta que le había disparado aparecía deslucida, de una obviedad de texto escolar casi, y se refería a si en algún momento había tenido conciencia de que peligraba su vida.
Toda vida peligra en la guerra. La del soldado, naturalmente.
Pero cobraba cuerpo una trágica paradoja: más, muchísimas más son las historias de vidas que se esfuman entre la población civil. La destrucción de casas, escuelas, hospitales y otros edificios públicos y la infraestructura de servicios de ciudades superan enormemente a la destrucción que se produce entre la variedad de tanques, aviones, cañones y pertrechos bélicos en toda guerra. Y, en grado superlativo, en un bombardeo nuclear del que saben muy bien los japoneses y el mundo desde 1945.
- “No era como en las películas... Esta vez yo estaba ahí. Mucha adrenalina. El corazón latía desbocado”.
Tenía sentido ese “sí, absolutamente”.
¿Cuál había sido el momento más duro?, le pregunté directamente.
- “Una emboscada. Vi caer a mi compañero muy malherido. Un helicóptero se lo llevó inmediatamente”.
¿Qué idea tendría ese joven soldado sobre la misión de los Estados Unidos en tierra de gente con costumbres, idioma y modos de vida tan distintos? Respondió a mi pregunta con una expresión más que convencional.
-”Proteger a la población de la violencia de los talibanes”.
Recordemos. En tiempos de George W. Bush, a poco de ese trágico 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos inicia su caza de culpables. Elige Afganistán, donde según los servicios de inteligencia -en ellos se basaba públicamente- estaba el núcleo de acción de los terroristas de Al Qaeda y de los temidos talibanes.
Ya trascurrieron más de 16 años y la presencia estadounidense en ese país asiático se prolonga, vaya a saberse hasta cuándo, generando interpretaciones tales como que son otros los intereses geopolíticos y económicos que hacen todavía “necesaria” la presencia armada de Estados Unidos en Afganistán.
Me interesaba saber cómo aparecía la gestión para un joven recién llegado al frente, con solamente unos pocos meses de instrucción militar, como era el caso de Michael.
- “No fue tarea fácil, fue complicado... Hasta las comunicaciones entre diferentes patrullas de las que formábamos parte eran interceptadas por los combatientes talibanes. Fue necesario recurrir a traductor (como yo lo estaba haciendo en nuestro encuentro) todo el tiempo para darnos cuenta de que éramos interceptados en la comunicación por radio”.
Otoño anticipado
La deliciosa tarde de un “otoño” que aún no lo era en Tucumán -todavía viviríamos algunos días más de verano subtropical- era el marco para la entrevista. Pero había otro contexto: el espacial.
El lugar era una moderna cafetería, en una de las calles más emblemáticas del Barrio Norte de San Miguel de Tucumán. No obstante las modificaciones, se conserva el balcón donde estábamos, del primer piso de una casa en la que había habitado con mi familia durante 28 años.
Desde esa “atalaya” podíamos ver de cerca las dos palmeras “Pindó”, como mástiles, en el jardín, al naciente. A una de ellas la había plantado yo, dos décadas atrás.
Michael sin duda estaba convencido de la naturaleza su misión. Mientras charlábamos volvió a decirlo más suelto de palabra, luego de asomarse al balcón para verificar la altura de “mi” palmera.
- “Protegíamos a los ciudadanos de los talibanes. Brindábamos apoyo al ejército de Afganistán”.
Era necesario conocer cómo los recibía la gente del pueblo.
- “Algunos nos veían como protectores. Hasta nos convidaban té, clara señal de que nos aceptaban. Sin embargo para algunos sectores éramos intrusos”.
Claro, venían de Estados Unidos con su fama a cuestas de país intervencionista en casi cualquier lugar del mundo.
Michael volvió una y otra vez durante la charla, a que en Afganistán no existía un buen nivel de tecnología y que estaban atrasados en muchos aspectos.
Ahora que es “veterano de guerra”, sus miras se orientan a un “trabajo” más acorde con la vida ordinaria. Algo ligado, precisamente, a la tecnología de las comunicaciones, dijo.
- “Sí, eso me gustaría hacer ahora. De hecho, ya empecé”.
El demorado atardecer, y el tono distendido de una conversación con alguien que vivió en ese emblemático sitio de la guerra permanente en que se convirtió Afganistán en los últimos decenios, me dejaron una conclusión que ya imaginaba desde hacía tiempo: para muchos de los que participan en el escenario de la sangre y la destrucción, la guerra es una oportunidad de trabajo. A job (un trabajo) para los estadounidenses. Una palabra que se coló sumisamente en el diálogo con el veterano de Afganistán y con la naturalidad con la que se nombra cualquier ocupación.
Pensé en Juan Bautista Alberdi insistiendo: “toda guerra es un crimen”.